Menos teorizar y más actuar.

Actualmente estamos todavía en la edad del racionalismo. Todos nosotros somos sus criaturas, lo sepamos o no y lo queramos o no. El concepto de «racionalismo» es familiar a todos; pero, ¿quién sabe todo lo que abarca? Es el orgullo del espíritu urbano desarraigado, no guiado ya por ningún instinto fuerte, que mira altanero y con desprecio al pensamiento pletórico de sangre de otrora y a la sabiduría de las viejas razas campesinas.

Es de la época en que todo el mundo sabe leer y escribir y por ello pretende hablar de todo y entenderlo todo mejor. Este espíritu está poseído por los conceptos, los nuevos dioses de esta época, y critica al mundo: el mundo no vale nada; podemos hacerlo mejor; ¡pongamos, pues, manos a la obra y formulemos el programa de un mundo mejor! No hay nada más fácil cuando se tiene ingenio. Ya se realizará luego por sí solo. Entretanto llamamos a esto el «progreso de la Humanidad». Tiene un nombre, luego existe.

Quien lo duda es un ser limitado, un reaccionario, un hereje y, sobre todo, un hombre sin virtud democrática. ¡Quitémosle de en medio! De este modo, el miedo a la realidad ha sido vencido por la soberbia intelectual, por la presunción nacida de la ignorancia de todas las cosas de la vida, de la pobreza de alma, de la falta de respeto y, por último, de la tontería que le da la espalda al mundo, pues no hay nada más tonto que la inteligencia urbana carente de raíces.

En los escritorios y en los clubs ingleses se la llamaba common sense; en los salones franceses, esprit, y en los estudios de los catedráticos alemanes, la razón pura. El chato optimismo del filisteo de la Ilustración empieza a no temer ya a los hechos elementales de la historia pero sí a despreciarlos.

Todo sabiondo quiere incluirlos en su sistema ajeno a la experiencia; hacerlos conceptualmente más perfectos de lo que realmente son y saberlos subordinados a su pensamiento; porque no los vive ya, sino que se limita a conocerlos. Esta tendencia doctrinaria a la teoría por falta de experiencia o, mejor, por falta de capacidad para percibir, se manifiesta literariamente en un infatigable proyectar utopías y sistemas políticos, sociales y económicos, y prácticamente en un furor de organizar que se ha convertido en un fin en sí abstracto, y cuya consecuencia son las burocracias que sucumben en un girar en punto muerto o bien en destruir ordenes vivientes.

En el fondo, el racionalismo no es más que crítica y el crítico es lo contrario del creador: analiza y sintetiza, pero la concepción y el nacimiento le son ajenos. Por eso su obra es artificial e inanimada y mata cuando tropieza con una vida real. Todos estos sistemas y organizaciones han nacido sobre el papel, son metódicos y absurdos, y viven sólo sobre el papel. Esto comienza en los tiempos de Rousseau y de Kant, con ideologías filosóficas que se pierden en lo genérico; se convierte en el siglo XIX en construcciones científicas con métodos físicos y darwinistas – sociología, economía política, concepción materialista de la historia –, y se extravía en el siglo XX en la literatura de las novelas tendenciosas y los programas partidarios.

Pero no nos engañemos; el idealismo y el materialismo pertenecen por igual a este fenómeno. Ambos son completamente racionalistas; Kant no menos que Voltaire, Novalis tanto como Proudhon, los ideólogos de la guerra de la independencia lo mismo que Marx y la concepción materialista de la historia en el mismo grado que la idealista.

Poco importa que su «sentido» y su «finalidad» se conciban como el progreso, la tecnología, la «libertad» y la «felicidad de las mayoría» o en el florecimiento del arte, la poesía y el pensamiento. En ambos casos pasa inadvertido que, en la historia, el destino depende de poderes muy diferentes, más robustos. La historia de los hombres es la historia de las guerras.









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Fernando Arellano